Mis padres nunca me leyeron cuando era chico. No es para nada un reclamo. Papá trabajaba hasta tarde y los días después del colegio con mamá se trataban de ver alguna que otra telenovela del momento que ya, a esa altura, me generaba vergüenza ajena. Todas las tardes terminaba tirando pelotazos a la pared, dejando la marca de la pelota en la pintura blanca, hasta conseguir el hartazgo de mamá.
Escuchar las narraciones de los relatores de los partidos de los domingos, eran nuestras lecturas. Recuerdo, ahora mientras escribo, que todavía no teníamos televisión y que el campeonato que ganó River en 2008 fue el primer torneo entero que escuchamos con papá. Viendo hacia atrás no sé qué sería de nuestra relación, padre e hijo, sin el fútbol.
La tristeza futbolística es muy particular, y tiene cosas muy parecidas a los vaivenes del amor. Un mal resultado de tu equipo puede cambiarte el día, la semana, un año. Era para nosotros la única forma de tristeza masculina perceptible. Vivíamos en un mundo de mierda, pero lo único que parecía afectar a los hombres era un resultado adverso en el partido del domingo, dice Alejandro Zambra en su último libro. Un muy amigo mío de la facultad, que hoy considero mi hermano, vivía sufriendo con San Lorenzo. Una época en la que el Ciclón estaba muy mal. A veces cuando estábamos en clase, y le preguntaba que hacía, que miraba tanto en Twitter, me respondía: “Quilombos dentro del club. Y es que estamos jugando muy mal. Muy mal. No tenemos equipo, la dirigencia no hace nada, jugamos para el orto”. Santiago casi nunca se ponía tan triste como cuando hablaba de su equipo de Boedo. O tan contento.
Todos en su medida, somos así. El otro día, cuando fui a comprar un kilo de milanesa al mercadito del barrio, pasaban en la tele, en un canal de deportes, la noticia del superclásico argentino. River – Boca. Que sufrimiento, dije. Casi como un reflejo verbal, algo predispuesto en el habla. El asunto es que me quedé charlando mientras iban y venían clientes y durante toda la charla el señor me hizo saber que no le interesaba para nada el fútbol. Que le parecía algo totalmente inútil. Tuve una estocada en el pecho. Me quedé sin argumentos, sobre todo, porque tenía razón, el fútbol no tiene sentidos utilitarios. No sirve para nada.
Por bronca solo atiné a decir: “Pero es una pasión, es la vida”. Demasiado cliché, pero después pensé ¿quién en este bendito país no quiere ser jugador de fútbol? Todos los sueños vienen después de saber que uno nunca va a ser futbolista. Que no seremos nunca como Román, ni como Orteguita. No sabremos lo que se siente hacer un gol al último minuto, ni tampoco escuchar nuestro nombre en las tribunas. Apenas si seremos los que están cerca. A lo que voy, no sé cuántas vidas habrá salvado la literatura, estoy seguro de que muchas. Así también creo que el fútbol ha salvado a un montón de gente de su miseria cotidiana. De la tristeza, del hambre, de la soledad. ¿A cuánta gente habrá salvado Diego? ¿Y Leo?
No solamente es un equipo, o jugadores corriendo. Puede ser el recuerdo de un padre, una madre. Tantas cosas. El fútbol es la única puerta que nos queda hacia nuestra infancia.
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