“La crueldad es la fuerza de los cobardes”.
Proverbio árabe
“El narcisismo es siempre eso: me creo un tigre (algunas una gran tigresa) pero soy apenas un gatito indefenso. Puro espejismo” leo en Psicocorreo, el blog del psicoanalista porteño Marcelo Augusto Pérez. Me asalta la violencia de un recuerdo del presente, una suerte de omnipresencia obscura, densa, que tiñe todo el ámbito en donde pretendo leer, estudiar, saber para tratar de ir comprendiendo esta realidad que me supera (como a tantos argentinos).
Entre las brumas, surge la voz de la psicóloga española Laura Portencasa, con su acento madrileño tan marcado, para explicarme que “en el caso de la megalomanía, esta va acompañada de delirios y distorsiones en la percepción de la realidad. En el caso del trastorno de personalidad narcisista, no hay delirios. De hecho, se esconde debajo un gran sentimiento de inferioridad que se intenta enmascarar a partir de parecer y actuar de la forma contraria”.
¿Qué pesadilla es ésta? Mi cabeza parece dar vueltas en un caleidoscopio espeluznante. ¿Era megalomanía, entonces? ¿Quién sugirió que se trataba de una psicopatía narcisística? Desde su cuenta de Instagram, Juan Manuel Martínez (un tipo que mezcla psicoanálisis y filosofía) intenta tranquilizarme: “En términos generales, los que no saben mucho tienden a pensar en alguien que se cree mucho, que se cree demasiado. Pero quizá la clave no es que se crean demasiado sino que en el centro de la problemática siempre están ellos. Ser el mejor del mundo y ser el peor del mundo, tienen un lugar muy especial los dos”.
Las voces me confunden. Más a la madrugada. Y más aún en la soledad de la biblioteca, en mi pequeño escritorio, con la luz de la pantalla como única luminosidad en la que se recorta la figura de Fede Pavlovsky, el hijo del querido Tato, que viene a arriarme hacia el campo de la mitomanía: “La construcción sistemática de mentiras y la elaboración de una realidad paralela forman parte de una estrategia de sobrevivencia, quizá frente a un dolor psicológico o frente a una dificultad para tolerar la realidad”.
Caramba. Entonces ni narcisismo ni megalomanía. O sí. Pero con un poco de mitomanía rampante. “Dolor psicológico” o “no puedo aguantar las toses”. Quiere decir que esto de ser “el máximo exponente de la libertad” podría ser un coctel psicopático que, naturalmente, yo no estoy preparado para mezclar y definir en sus cantidades exactas, en sus onzas de una patología u otra. Y, además, la noche se está haciendo añicos en la mañana y el artículo no adquiere un perfil definido… hasta que Jacques Lacan (cuando no el francés) me tira un centro desde su Seminario I. Dice: “Con el psicoanálisis sucede como con el arte del buen cocinero que sabe cómo trinchar el animal, cómo separar la articulación con la menor resistencia”.
Hora de largar. Cerrar la compu. Cambiar el whisky por mate. Poner un canal de noticias para ver cómo se ingresa al día. Desde la pantalla, legisladores -pocos-, en sus bancas, bostezan mientras una joven con un patito en la cabeza intenta defender una ley indefendible; justificar su defección; enaltecer la perfidia como si fuese una divisa o una herencia.
Ahí me despierto. Me pongo pillo. Me despabilo al grado de la lucidez. “Síndrome de Estocolmo” -me digo- ese “fenómeno paradójico en el cual la víctima desarrolla un vínculo positivo hacia su captor como respuesta al trauma del cautiverio, lo cual ha sido observado en diferentes casos, tales como secuestro, esclavitud, abuso sexual, violencia de pareja, miembros de cultos, actos terroristas, prisioneros de guerra, etc.”, como ha definido Paul Wong quien sostiene que las personan más vulnerables a este fenómeno son aquellos que “carecen de un conjunto claro de valores fundamentales que definan su propia identidad”, la oposición política expuesta en su más contundente desnudez. La sujeción al tirano. Elogio de la traición.
Apago. Cierro los ojos. Difícilmente pueda dormir.
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