«Hay puñales en las sonrisas de los hombres;
cuanto más cercanos, más sangrientos»
William Shakespeare
Roto por la traición. Debilitado. Anodino. Desde el fondo de la historia, nuestro federalismo viene siendo víctima de los traidores. Ya hemos hablado del gran Judas vernáculo: Justo José de Urquiza. Y de su final. Pasen, y veamos juntos ejemplos contemporáneos.
No. No hablo de Osvaldo Jaldo, ese muñeco de la torta de matrimonio entre Juan Manzur y Carlos Cisneros (verdaderos dueños de Tucumán), al que el personaje de perjuro le queda grande: un actor menor, de reparto, que con su agachada apenas si comete una felonía módica, chiquita, escuálida. La oportunidad y la conveniencia de esa indignidad hacen del gobernador tucumano una suerte de viejo trapecista que se cae del triciclo.
Hablar de traidores hoy, acá, es hablar de los gobernadores que presionan a sus diputados y senadores para retacear el número necesario para que el DNU 70/2023 caiga. Y con su caída, arrastre esa sarta de inequidades y abusos que se han cometido bajo su sombra. O de aquellos que critican el dislate gubernamental en redes y canales de TV pero negocian en la semi-penumbra de los despachos y los departamentos instalados ad-hoc. Obscuridad en la obscuridad misma de hechos y personajes.
Un nombre, entre muchos, Ignacio «Nacho» Torres, quien a los ojos de una audiencia política poco calificada como la que pulula en internet, de repente fue poco menos que Robin Hood para pasar, 48 horas más tarde, a ser bastante peor que el Petiso Orejudo.
En nombre de la Santa Ignominia, Torres (que amagó a convertirse en un patriota) reinstaura una vieja práctica de sumisión al poder centralista. Esta ha sido, es y, de no hacerse las cosas como se debe, seguirá siendo el purgatorio de la mayoría de los argentinos y las argentinas que habitan en las diferentes provincias que conforman la Nación; ese territorio al que muchos se obcecan en nombrar «el Interior» sólo porque el puerto y sus adyacencias viven de espaldas al país, tratando de otear horizontes ajenos (antes Europa, hoy los Estados Unidos). Esto no significa que la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sea «el exterior»… más allá de que mucho porteño se sienta extranjero.
Torres, decía, no es Urquiza, claro. Pero si recuerda en algo a «Pancho» Ramírez, el caudillo entrerriano que, luego de pelear espalda contra espalda con José Gervasio Artigas para construir una federación de pueblos apoyada principalmente en las provincias del litoral [1], arregla con Buenos Aires y rubrica el Tratado de Pilar, que propendía a la unidad nacional y la adopción del sistema federal para las provincias pero más en términos de los unitarios derrotados en Cepeda que de los federales vencedores (como siempre).
Artigas se siente traicionado (firma a sus espaldas y apenas si lo «anoticia») y le exige obediencia a Ramírez cosa que éste, que ya no sentía la necesidad de integrar ninguna Federación, rechaza. Esto lleva a una guerra que, en principio, gana Artigas. Pero el entrerriano consigue el auxilio de las tropas centralistas (porteñas) y logra empujar al caudillo oriental que, finalmente, termina exilado en Paraguay. Resultado: Congreso de Tucumán, manejado desde Buenos Aires.
Como en el tango, la historia parece volver a repetirse (¿será, de verdad, pendular?). Ignacio Torres arrinconado por una decisión unilateral de Javier Milei (y apalancado en su jefe político Mauricio Macri) se para de manos ante el poder central y exige que le giren $ 13.500 millones que te habían retaceado (o caloteado, como quieran). La totalidad de los gobernadores (excepto Jaldo, of course) sale en su apoyo y un juez federal ordena que se restituya esa cifra. El Gobierno gira el dinero días antes del discurso de apertura de las sesiones ordinarias, no sin antes eliminar el Fondo de Fortalecimiento Fiscal de la Provincia de Buenos Aires.
Algunos gobernadores protestan. Otros callan. Torres tímidamente desliza que Buenos Aires recibe mucha menos coparticipación de la que debiera, pero lo hace en sordina, mirando hacia la Casa Rosada. Él ha conseguido lo que buscaba: la devolución de los fondos y una ruptura interna en el PRO. Además de sentar un precedente.
Luego llega la puesta en escena libertaria en el Congreso. La reposición de ese éxito de taquilla que inauguró Mauricio Macri y no supo usar Alberto Fernández: látigo, carpeta y billetera. Milei en su discurso primero agrede y después, en el modelo de un golpeador, invita a arreglar… pero como diciendo «bueno, les voy a dar una nueva oportunidad«, y tira sobre la mesa la misma ley Bases que ya fue rechazada en Diputados. Todos miran atentos las reacciones pero, como era previsible, hay muchos que con la zanahoria de un incierto alivio fiscal, se suben al ómnibus dialoguista demostrando que, por dos gallinas y un marlo de choclo sin morder, comparten a la chifladura de entregar 200 años de construcción institucional e histórica de la Argentina.
Tres días más tarde, desde la legislatura de la Provincia de Buenos Aires, una voz se alza para devolverle la pelota a Milei: el Pacto de Mayo -también conocido como el Pacto Conan In Memorian- se discute siempre y cuando se reactive la obra pública, se respete el federalismo fiscal, haya recursos para comedores y medicamentos, se comprometan a no dolarizar y se derogue el DNU, entre otras cosas.
La lacónica respuesta del gobierno, por boca del ministro del Interior es: «A Kicillof no vale la pena invitarlo«. Se dialoga con los que callan. Se pacta con los que se arrodillan. Se intercambia sólo con los que traicionan. Porque los hay. La historia dice que los hay. La realidad dice que los hay. Sólo hace falta rebuscar un poquito.
[1] Recordar que el Congreso de Arroyo de la China o Congreso de los Pueblos Libres, declara de Independencia un año antes que el Congreso de Tucumán (ver https://www.boletinoficial.gob.ar/detalleAviso/primera/118336/20150112)
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