Vigilar y castigar: cambios en el sistema de promoción de ciencia, tecnología e innovación

Por Fernando Peirano*

Milei persiste con su cruel experimento: quiere saber cuánto maltrato puede soportar el sistema científico argentino antes de colapsar. Después de meses de parálisis institucional, salarios y becas deterioradas por la inflación, fondos internacionales estancados (¿escondidos?) en cuentas bancarias y un clima creciente de agravios, ahora avanza sobre la arquitectura institucional. El Decreto 447/2025, publicado el 4 de julio, modifica la estructura de un organismo clave del sistema de ciencia y tecnología: la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (Agencia I+D+i).

A partir de ahora, la Agencia dejará de estar dirigida por un Directorio de once personas —un presidente y diez vocales— para pasar a manos de un Comité Directivo de solo tres integrantes: un presidente y dos directores. Este cambio no es menor: redefine la naturaleza de la autoridad máxima del sistema de promoción. Hasta ahora, un conjunto de reglas garantizaba la representación federal, el equilibrio entre disciplinas y la paridad de género. Esa diversidad desaparece con el nuevo esquema.

Reemplazar el Directorio por un Comité también debilita el diseño de pesos y contrapesos, propio de un sistema republicano. Antes, el presidente de la Agencia debía rendir cuentas ante un órgano colectivo compuesto por representantes del sistema científico, tecnológico y universitario. Eso generaba un equilibrio entre el Poder Ejecutivo y el resto del sistema. Ahora, ese equilibrio se pierde.

En sus fundamentos, el Decreto señala que esta reforma tiene como motivación el ahorro de recursos. Pero en los hechos, los vocales no cobraban honorarios y los viáticos eran ínfimos, además de aplicarse solo en reuniones presenciales, muchas veces reemplazadas por encuentros virtuales. En cambio, la conducción de la Agencia debe tomar decisiones que moldean las prácticas, escalas y prioridades del sistema de ciencia y tecnología. Se trata de asignar, en los buenos años, más de 100 millones de dólares. Esa cifra representa menos del 10% del presupuesto público en ciencia, pero al asignarse por concursos y evaluaciones, influye decisivamente en el funcionamiento de todo el sistema y también en la dinámica del sector privado vinculado al desarrollo tecnológico y la innovación.

El Decreto también modifica una serie de definiciones en la misión institucional que revelan una vocación por imponer una nueva visión sobre el rol del Estado en el campo de la ciencia y la tecnología. Se refuerza la idea de que el financiamiento privado no es un complemento de los presupuestos públicos sino un sustituto. Este enfoque contradice las experiencias exitosas en otros países, donde lo público y lo privado trabajan en conjunto. Más llamativo aún es que se impulse esta búsqueda de fondos privados justo después de haber eliminado el fideicomiso que administraba la Agencia, una herramienta financiera eficaz para administrar fondos de diferentes fuentes con el fin de aplicarlos a un objetivo explícito y específico. Las marchas y contramarchas son evidentes.

Otro punto llamativo es que la Agencia queda habilitada a ofrecer “servicios onerosos” de gestión de programas y proyectos. Aún no está claro a quién se le cobraría ni por qué. ¿Se planea cobrar a los propios proyectos que reciben apoyo de la Agencia? ¿Será una forma de aplicar comisiones sobre los fondos otorgados? Si eso ocurre, los equipos de investigación podrían recibir menos recursos netos.

Claro, hoy esto parece algo irrelevante ya que la Agencia no está funcionando. En los últimos 18 meses no lanzó ni una nueva convocatoria. Para tener una simple referencia, entre 2021 y 2023 se realizaban, en promedio, 45 convocatorias anuales. Tampoco se están cumpliendo los compromisos con proyectos en ejecución. En lo que va de 2025, no se transfirieron fondos a los más de 7.500 proyectos vigentes (PICT), que organizan el trabajo de más de 25.000 investigadores, 1.200 becarios y las actividades científicas de más de 100 instituciones entre organismos de ciencia y tecnología y universidades públicas y privadas.

El nuevo decreto también abre una puerta preocupante. Establece que la Agencia debe establecer “un sistema de evaluación de proyectos que contemple, al menos, su factibilidad económica, tecnológica, el porcentaje de riesgo y el recupero del financiamiento reembolsable otorgado”. Aún no se sabe cómo se aplicará, pero si estos criterios económicos se vuelven dominantes, podrían excluir a las ciencias básicas o dificultar proyectos de largo plazo. Al mismo tiempo, colisiona con los principios de selección por mérito o excelencia científica que guían al sistema de evaluación por pares que la Agencia consolidó durante 25 años y que posicionó a la Argentina como referente regional.

La Agencia no solo distribuye fondos: reconoce y valida la calidad del trabajo de investigación, aplicando estándares internacionales. Esa función de acreditación ha sido para tener un sistema de ciencia que va más allá del CONICET: Contar con un sistema diverso y descentralizado, con presencia en todo el país. La acreditación es también clave para que los grupos argentinos se integren a redes globales o compitan por fondos internacionales. El decreto genera un escenario donde esta función podría debilitarse.

¿Entonces, qué motiva estos cambios en la conducción de la Agencia? La falta de un debate abierto nos priva de explicaciones, informes y cifras. Incluso mientras se concentra la conducción en la Agencia, se hace saber que evalúan ampliar el Directorio del CONICET. ¿Una forma de diluir la influencia de quienes son elegidos por la comunidad científica? O se impulsan modificaciones profundas en el INTA y en el INTI, que han generado una reacción de rechazo en un amplio arco de actores sociales y económicos. En el Polo Científico hoy sobra el pragmatismo y falta el diálogo con quienes son los protagonistas del sistema de ciencia y tecnología. Donde parece haber contradicciones, lo real es que ahora se avanza para ganar un férreo control en instituciones que la Ley Bases, pese a todo, no permitió disolver. Crece el peso del poder ejecutivo de turno, se achica la voz de la comunidad científica y del resto de los actores vinculados al desarrollo tecnológico y la innovación.

Hoy mismo se sufren las consecuencias de este rumbo. La falta de funcionamiento de la Agencia provoca una pérdida de información clave: se diluye la «cartografía» del sistema científico. Sin convocatorias, informes ni seguimiento, el país pierde el rastro sobre capacidades temáticas, territoriales e institucionales. Esto afecta tanto al Estado como al sector privado, dificultando decisiones estratégicas, alianzas e inversiones que realizan las aceleradoras o reciben las startups.

Quien mire a la Agencia como una billetera, como una caja para «darle plata a los científicos» reniega de su condición de herramienta estratégica. Una Agencia debilitada no sólo perjudica a los investigadores: también limita la capacidad del país para decidir su estrategia en ciencia, tecnología e innovación. Una Agencia de Promoción tiene como finalidad que las mejores ideas puedan desarrollarse en la Argentina, una condición de primer orden para que el país capture los beneficios y el valor económico que ofrece el conocimiento.

Sin ciencia de excelencia es difícil tener ideas disruptivas. Y sin ideas propias que cambien paradigmas, nuestras oportunidades para la innovación son limitadas en un mundo donde la carrera tecnológica ha vuelto a ganar protagonismo.

Desde una mirada histórica, vale recordar que cinco argentinos han recibido el Premio Nobel: tres en ciencias biomédicas y dos por su trabajo por la paz. Ninguno en Economía, al menos hasta ahora. Entre ellos, Bernardo Houssay es el más citado. Dos de sus frases quizás nos ayuden a orientarnos en esta tormenta: «El adelanto de las ciencias en un país es el índice más seguro de su civilización» y «Las actividades más elevadas del pensamiento humano solo viven y florecen en ambientes de libertad».


*Por Fernando Peirano (especialista en gestión de la innovación y políticas de ciencia y tecnología. Estuvo a cargo de la presidencia de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (Agencia I+D+i) entre 2019 y 2023. Antes, fue subsecretario de Políticas en Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (MINCYT: 2011 a 2015), a cargo del Plan Argentina Innovadora 2020. Licenciado en Economía de la Universidad de Buenos Aires, con estudios de posgrado en la Universidad Complutense de Madrid y en la CEPAL, Naciones Unidas. Profesor e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes).

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