Por Carlos Caramello.-
«Mientras que la mentira política tradicional se apoyaba en el secreto, la mentira política moderna ya no esconde nada tras de sí, sino que se basa, paradójicamente, en lo que todo el mundo conoce»
Jacques Derrida
Se sorprendería, Jaques Derrida, si viese la evolución de esa mentira en política, instalada definitivamente por aquel gobierno que, allá por los estertores de 2019, retiraba petates, funcionarios y amanuenses de la Casa Rosada y demás edificios del Ejecutivo nacional. Se sorprendería porque habían transformado ese “lo que todo el mundo conoce” en “lo que todo el mundo sabe pero ignora”, oxímoron si lo hay que, no obstante, define con puntillosidad la arquitectura gubernamental/electoral de Cambiemos, o Juntos por el Cambio, o Juntos Más o Menos, o Correte porque te Carpeteo, o como vaya a llamarse en los próximos años.
Saber y, a la vez, ignorar es una contradicción flagrante. Más habitual, sin embargo, de lo que uno supone. Es aquella vieja historia de que uno es el último en enterarse. O, peor, la de los que tienen algo tan enfrente a sus ojos que les resulta hasta ofensivo verlo. Eso parecería pasar con nuestra sociedad: sobrecomunicada, ahíta de información, saturada de datos inútiles, cree conocer lo desconocido y desdeña lo evidente.
Colaboran con este estado de cosas muchos dirigentes políticos de alto rango, un número indeterminado de periodistas, comunicadores, opinólogos, formadores de enojo, propaladores de odio y los nunca bien ponderados “nah, nah, nah… dejá que yo te explico”. Al punto de haber instalado el “pará, pará, pará” -del anodino relator de fútbol devenido conductor de programas pseudo políticos-, en código secreto para entendidos de un saber de dudoso origen anche precaria procedencia.
Si todo el desbarajuste hubiera concluido en la pavorosa despedida de Mauricio Macri de la presidencia de la Nación (y digo pavorosa porque, como ya he explicado, los que saquean, violentan, incendian y destruyen son los ejércitos en retirada), acaso la sociedad hubiese podido volver a respirar. Pero no. La defenestración duró lo que un suspiro y, el ansiado oxígeno, alcanzó apenas para la bocanada.
Por un lado porque al siempre díscolo y antiperonista círculo rojo y sus adláteres (alguna vez explicaré los diferentes cordones de la conurbanía de oligarcas de baja estofa que acorrala a la Argentina) le había empezado a parecer bien esa suerte de descomposición de la realidad a la que, cientistas sociales asalariados, bautizaban con nombres rimbombantes tipo posverdad y justificaban en nombre de la subjetividad.
Por otro, a la clase política (como colectivo, digo) no le parecía nada mal aquello de haber instalado el discurso del artificio, la institucionalización del ardid, una política de martingala que, como decía un célebre chanta: «puede fallar«.
En esa construcción, por ese andarivel, comienza a circular la estrategia del no compromiso: Digo… pero no necesariamente porque piense hacer lo que digo. Por eso no prometo. Ni me comprometo. Nombro. Encuentro entresijos fugaces que llenen los oídos. Logro efectos conmocionantes… o no tanto, pero eficaces para las almitas de la circunvalación del poder y el aspiracionalismo permanente.
Tiño todo. Pero no con tinturas indelebles que intenten cambiar el color social sino mezclando lo clarito con una prenda que destiñe. Voy. Vuelvo. Me contradigo pero no importa. Porque la mayoría ya ha olvidado lo que dije antes y, de todas maneras, siempre está la posibilidad de que no hayan entendido bien.
Con este nuevo tiempo, en este nuevo modelo de dirigente que nunca dirigió ni un picado de solteros contra casados y no puede conducir ni un triciclo, empiezan a cobrar mayor sentido algunas de las peores máculas que arrastran los políticos acaso desde el Ágora. Probablemente sea por esa procedencia que tienen denominaciones que vienen del griego. A saber:
La megalomanía -de las voces grande y locura-. Aunque, en el caso de la mayoría de las y los dirigentes no suele ir mucho más allá de la “sobrevaloración que una persona hace de sí misma y de sus capacidades”. No voy a explicarles yo a ustedes, las y los que los sufren, ese saber impostado de explicadores de casi todos los temas que, diría, aúna a presidentes, ministras, ministros y panelistas. O sea, viene a ser algo así como una megalomanía retórica o una discursividad omnipotente. Lo de «mejor es hacer»… te lo debo.
Mitomanía -del griego mythos (mentira)-. Otro de los componentes básicos de la personalidad política. Podría decirse hasta una necesidad ya que desde cinco siglos antes de Cristo a esta parte, lo único que importa es convencer, persuadir… y como les explican los que les venden (cada vez más caro) coaching ontológico, si no se lo creen ellos, nadie les va a creer. Claro que, con esta suerte de manía ejercitada, como los bíceps, se llegan a creer cada cosa que…
Dos ingredientes que, batidos a punto casi-humano y servidos sobre fino colchón de cinismo configuren, hoy por hoy, al dirigente tipo. Unas veces condimentado con cierto savoir faire; otras sazonado de elegancia y carisma; casi siempre desabrido, insípido y bastante agreta.
«Es lo que hay«, sentenciaría más de un analista que de los que han convertido su saber en bitcoins. Como fuere: la sociedad compra; le chinga un poco y le tira de sisa y es de nylon, pero compra. Y si hay mercado, hay producto o, como sostiene la mayor y más perversa posverdad: «lo que sucede, conviene«… ¡Sálvame D10S! de la filosofía de segunda marca.
Por Carlos Caramello.-
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