Por Carlos Caramello.-
«Se encontraron en la arena
Chicho Sánchez Ferlosio
los dos gallos frente a frente
el gallo negro era grande
pero el rojo era valiente».
Sorprendió menos que el asesinato de Santiago Nasar a manos de los gemelos Pedro y Pablo Vicario1. Era cuestión de tiempo. Sólo algunos, que tenían atada su salud política (y económica) a la pervivencia de la candidatura de Alberto Fernández, podían confiar en el milagro. Pero no son tiempos de fe. El cinismo, disfrazado de pragmatismo, ha impuesto reglas en las que, por ejemplo, los que detonaron al país entre 2015 y 2019 (sobre todo luego del resultado de las PASO), pueden hoy anunciar que, si ganan, van a «semidinamitar todo».
Escombros sobre los escombros (los del PRO tienen cierta expertise en armar montones con piedras). Lluvia ácida tras la bomba atómica… y pensar que hay quienes, desde su plantita de soja en maceta, en su cómodo mono ambiente de 18 metros cuadrados sin balcón, piden a gritos que vuelvan.
Lo cierto es que Alberto, como Macri, se bajó de una no-candidatura. Rara moda de época anunciar con bombos y platillos lo que no sucedió ni sucederá. En mis tiempos, sólo se festejaba que no ocurriesen tragedias… bueno, claro… qué gil.
Con esta nueva deserción, Alberto instaura un tiempo de lo posible, lo que no quiere decir que sea probable. El gesto no restaña ninguna herida, mucho menos las narcisísticas. Y la guerra de egos está intacta: gallo negro/gallo rojo.
Basta escuchar, afinando el oído, los discursos de fin de semana: Máximo K, en el cierre del acto en Ferro, pidió tener un programa de Gobierno de «10, 15 o 20 puntos y el compromiso inquebrantable» en el Frente de Todos, para no tener «después dolores de cabeza». Victoria Tolosa Paz, por su parte, en un discurso tan autoreferencial como la línea interna que armó el año pasado, «Camino a la Victoria», se apropió de uno de los párrafos más dolorosos construido por Evita cuando ya sabía que se moría. «Yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria» repitió dos veces y, aunque antes había hecho referencia a la «Jefa Espiritual de la Nación», la cita sonó casi… egocéntrica.
Pero el discurso más revelador es el que surge del propio videíto de poco más de 7 minutos con el que el Presidente, by Twitter, anunció su prescindencia. «Creo que las PASO son el vehículo para que la sociedad seleccione los mejores hombres y mujeres de nuestro frente«, dijo al promediar su perorata para, un párrafo después, enfatizar: «Sepan todos que voy a involucrarme directamente para que esto sea posible».
Esas palabras, el acto de la Ministra de Desarrollo Social en Ensenada, el Jefe de Gabinete, Agustín Rossi, reafirmando su intención de presentarse en las PASO sumados a las diferentes facturas con munición gruesa que empiezan a pasarse dentro del Frente para la Victoria, produjeron que un estertor de muerte recorra la columna vertebral del movimiento, y no refiero sólo al sindicalismo.
El involucrarse directamente en la articulación de las PASO invita a revisar la tarea que, desde su renuncia de 2008, viene realizando Alberto Fernández (no sin cierta destreza). En función de «democratizar el peronismo» dice él aunque, según ha contado el periodista Roberto Navarro, su objetivo es «terminar con el kirchnerismo». Los hitos podrían ser Massa 2013, ganando las legislativas en la provincia de Buenos Aires, la dupla Solá-Arroyo acusando a Aníbal Fernández de ser «más droga en Buenos Aires» en 2015 y Randazzo, en 2017, impidiéndole a Cristina Kirchner ganar la senaduría, aunque ella entró por la minoría. En esas campañas, Alberto fue «Jefe».
A esa operación ha dedicado Fernández los últimos 15 años de su vida (no exclusivamente, claro. Compuso, además, temas de rock). Una suerte de vindicta personal que, seguramente, debe tener, ideólogos, financistas, impulsores y socios. Y ahora, en su renuncia -a eso que nunca podría haber sido-, aparecen ecos de que intentará abocarse a lo que mejor le ha salido en una década y media: rapiñarle puntos a los candidatos más fuertes del peronismo para que pierdan o para que, al menos, no ganen cómodos.
Seguramente nada de esto ocurra. Y la mía sea una visión cuasi conspiranoica de alguien que se crió en las maquinaciones e intrigas de una agrupación de los 70 acusada de ciertas paranoias. Pero estemos atentos. Porque de operetas y conjuras está empedrado el camino de la infelicidad del pueblo argentino. Y yo sé de donde viene el adoquín.
Referencia:
1 «Crónica de una muerte Anunciada», de Gabriel García Márquez.
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