La represión contra los indefensos: ¿cuáles son los límites en democracia?

Foto de Carlos Brigo.

Foto de Carlos Brigo.

Por Emiliano Gareca*.-

Mientras Santiago Caputo se reúne con la sobrina nieta de Benjamín Solari Parravicini -el nostradamus argentino cuyas profecías cubren el cuerpo del nuevo López Rega presidencial en forma de tatuajes esotéricos-, las inundaciones generan un caos distópico versión vernácula sin el glamour de las grandes catástrofes hollywoodenses, pero con mayor angustia e incertidumbre y sin obra pública. A Estados Unidos lo vemos entrando en una recesión inaudita y a un Donald Trump albertizado entre amagues y retrocesos con aranceles y guerras, con un Elon Musk embriagado de poder y sediento de mostrar que su nazismo heredado es más que un capricho de juventud.

Mientras todo esto sucede, en nuestro país el futuro busca siempre repetir el pasado. Un museo sin grandes novedades. No deja de sorprender el hecho de que algo tan obvio y objetivamente beneficioso para todos, la búsqueda de un sistema social y político que garantice un bienestar mínimo al llegar a la vejez, no sea un anhelo de unidad nacional.

Debatir si está bien o mal pegarle a un viejo indefenso parece demasiado retroceso. Me niego a entrar en semejante pozo de estupidez. Pero por las dudas: está mal. Ahora bien, una vez saldado que está mal pegarle a una persona indefensa, la discusión que sigue abierta es respecto a los límites y márgenes que debe observar el Estado en una democracia a la hora de usar su poder represivo.

Océanos de tinta se han escrito respecto al derecho a la huelga y la protesta, consagrado en todo instrumento legal desde la constitución norteamericana de 1776 hasta hoy, plasmando en piedra que el derecho a resistir a la autoridad ilegítima y a peticionar frente a las autoridades es inherente a un estado civilizado. Cómo tantos otros derechos, los liberales como los colectivistas, coinciden en que estos derechos existen y deben convivir con el derecho a la seguridad de todos los habitantes y nunca pueden alterar el principio alterum non laedere: no dañar a otro.

Para regular estos límites entre los derechos de unos y otros es que el Estado absorbe para sí el monopolio de la fuerza pública. Dicho poder punitivo debe ser usado, coinciden también todos los partidos democráticos en sus plataformas de gobierno, de manera racional, limitada y sin arbitrariedades que terminen por deslegitimar dicho monopolio de la fuerza pública, transformando al Estado en un agente nocivo que desconoce su propia naturaleza y razón de ser.

Vemos así cómo la discusión respecto al rol que debe cumplir el Estado en materia de poder punitivo es más vieja que Mirtha Legrand y no está para nada saldado. La pregunta respecto a cuál debe ser el uso correcto que el Estado debe hacer de su poder represivo es transversal a todas las ideologías. Mentira que la derecha la tiene clara y el resto, no.

Nadie sabe bien cuál es la fórmula del éxito. Si partimos de una discusión constitucional democrática dejando afuera del debate a los autoritarismos de derecha como de izquierda y los abolicionismos existe una coincidencia básica compartida respecto a la necesidad de la existencia de una autoridad que tenga poder de coerción para hacer cumplir la ley y castigar a quienes la desconocen. Hay un punto de conexión entre liberales, peronistas, conservadores y socialdemócratas en que debe existir la policía para proteger a los ciudadanos y combatir el delito.

Garantizar el orden, dicen por derecha. Gestión del conflicto, dicen por izquierda. Pero, en definitiva, se diga cómo se diga, lo concreto es que todos quieren que la policía exista y actúe. La discusión se agrieta, entonces, cuando nos preguntamos qué quiere decir violar la ley y cuáles son los límites que ese poder represivo debe respetar. Por supuesto que, desde la jurisprudencia y la doctrina, se construyeron principios en abstracto como ser los de mínima intervención, última ratio, uso mínimo de la fuerza, proporcionalidad y racionalidad, etcétera.

Sin embargo, a la hora de los bifes, lo que importa es quién reciben, justamente, los bifes y quienes no. El delincuente siempre es el otro. Son muchas las materias pendientes en materia de seguridad que nuestra democracia sigue llevando a marzo. Fuerzas de seguridad antiguas, regladas internamente por normas de la dictadura. Una ley de seguridad interior que no sirve para nada. Una ley de inteligencia olor a naftalina. Una ley de drogas vergonzosa.

A partir de los hechos que terminaron en una batalla campal en el Congreso con motivo del ajuste a los jubilados, conflicto plagado de elementos exógenos como agentes infiltrados y servicios de inteligencias sedientos de sangre, surgen preguntas que deberemos enfrentar si queremos avanzar en un sistema de intervención de los conflictos más racional y efectiva. ¿Es hora de reestructurar las fuerzas de seguridad y reformar sus leyes orgánicas siguiendo el modelo de la Policía de Seguridad Aeroportuaria? ¿Necesitamos una nueva doctrina de seguridad y una nueva ley de seguridad interior que recoja los avances tecnológicos y los profundos cambios sociales? ¿Sigue siendo la acción directa de manifestantes contra la policía un mecanismo eficaz de protesta y cambio social? ¿Debemos repensar el rol de las Fuerzas Armadas en materia de seguridad interior? ¿Cuáles son los límites de una protesta en una democracia? ¿Qué rol debe cumplir el poder judicial a la hora de garantizar los derechos de los manifestantes, pero también el uso legítimo del Estado para reprimir a quienes violan la ley?

* Por Emiliano Gareca, abogado del Estudio Gareca y Asociados.

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