Recuerdo los primeros días de universidad. Ciudad nueva, sin plata, sin amigos cercanos, un monoambiente cerrado y un dolor en el pecho que me hacía dudar de mi decisión. Eran tiempos feroces, todavía no sabía distinguir la diferencia entre nostalgia y angustia y cualquier acontecimiento sobre la soledad, la distancia, me servía de excusa para herir mi corazón. Y claro, para escribir. En esa época, aún pensaba que las palabras eran mías.
En esos años descubrí que el mundo era otra cosa. Descubrí que tenía miedo, admití la importancia de los muebles, supe que un lavarropas puede ser un lujo, y acepté que el silencio es una necesidad. Pero por sobre todo, descubrí a Ricardo Piglia. Uno se va del lugar en que nació y piensa que la vida se termina. Por suerte, esto, casi nunca pasa.
Ricardo Emilio Piglia Renzi, murió en Buenos Aires en 2017, a causa de una esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Una enfermedad letal. Yo lo conocí tiempo después cuando vi su nombre en una tienda de usados. Ese libro era El último lector (2005). Hasta ese entonces ignoraba que se podía hacer ficción de la lectura, o que al menos, se podía leer de esa manera. Es un ensayo en el que habla de Che Guevara, de Joyce, Kafka y de los tipos de lectores. Piglia escribió esto: “Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor”.
Herir al corazón es crearlo, escribió Antonio Porchia. Hería mi corazón con vergüenza, sin descubrirlo. Los años universitarios pueden ser los mejores o peores años de una persona. Todo depende del contexto, de la economía y del amor. Ahora pienso en esa época con la ternura de alguien que mira un tiempo pasado y no puede -tampoco quiere- volver. Al mirar hacia atrás, Ricardo Piglia estuvo ahí para mí. Quizá es tonto contarlo así.
No me importa.
Cuando leí Respiración artificial, una de sus novelas, no sabía que alguien podía nadar así. Es decir, sumergirse en tantos temas, dar una brazada, sumergirse y volver a salir. Y salir limpio. Una novela que también puede leerse en clave presente. Pienso por ejemplo en esta frase: “Volvió a hablar de esa cualidad destructiva, de esa rara lucidez que se adquiere cuando se ha conseguido fracasar lo suficiente. Porque otra de las virtudes del fracaso, dijo, es que nos enseña que nunca nada deja su huella en el mundo. Todo lo que hemos vivido se borra”. La memoria, lamentablemente, se borra. Así lo demuestra la historia.
Roland Barthes decía que sufría de una enfermedad, “puedo ver el lenguaje”, dijo. ¿Cómo será eso? En Japón, por ejemplo, los kanjis no se leen, se miran. Hay una novela bellísima de Miguel Sardegna, Los años tristes de Kawabata, que describe muy bien eso que cuento: “Los kanjis, no son palabras, sino imágenes, conceptos. A diferencia de nuestro alfabeto, un kanji no se lee, se mira. Los japoneses no leen la palabra árbol sino que miran el árbol. Un kanji es una imagen cargada de fuerza: un kanji vive, habla, gesticula”. En Formas Breves, Piglia escribió: “Y un artista es aquel que nunca sabe si va a poder nadar: ha podido nadar antes, pero no sabe si va a poder nadar la próxima vez que entre en el lenguaje”. Piglia fue un nadador enfermizo.
Un nadador es alguien que insiste y fracasa en el agua, pero que igual estira el brazo, y quiebra el codo. Nada. Nadie puede contra el mar. El mar o el río es el lenguaje y para mí, Piglia nadaba en el lenguaje. Nadar es buscar un estilo, persistir, tomar la fuerza del agua y rendirse en ella.
Ricardo Piglia finalizó su obra literaria con la publicación de Los Diarios de Emilio Renzi (sus diarios) divididos en tres tomos. La presencia del agua es casi constante en sus días, y me doy cuenta de esto ahora, mientras juego a escribir esta columna. En su primer tomo escribe esto: “Todo sigue igual aquí, como si no hubiera pasado nada. Nunca pasa nada. ¿Y además qué podría pasar? Es como si hubiera estado todo el mes de julio bajo el agua”. Y también por esto que aparece en el segundo tomo “Narrar es como nadar. Los cuentos son la velocidad del crawl, los cien metros a toda marcha, pero desde hace un tiempo quiero escribir como quien nada en el mar y no tiene un límite, salvo su propio cansancio que lo incita a volver a la costa”
Piglia paso casi toda su vida en la incertidumbre de no saber qué escribir, escribiendo. No tuvo certezas, se dedicó a la épica de quién sólo descansa para respirar y sumergirse otra vez en el lenguaje. Hector Viel Temperley tiene este poema que me recuerda a él: “Soy el nadador, Señor/ soy el hombre que nada / hasta las lluvia de su infancia/.” Ricardo Piglia fue un nadador. Porque escribir es nadar. Porque un cuerpo escribe en el agua.
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