“Me interrumpo para señalar que me siento
extraordinariamente bien. Quizá sea el delirio”.
Samuel Beckett
Trate de recrear esta imagen: ábaco en mano, un ignoto y envejecido economista, sentado en un tiempo irreal, trata de componer una cifra que, de alguna manera, semeje la foto del PBI mundial. Falso. De toda falsedad. Nadie registra un año Cero, ni el PBI se mide desde la antigüedad, ni tan siquiera se registra esa construcción en los albores del siglo XIX. Recién en 1934, el bieloruso Simón Kuznets (Premio Nobel de Economía en 1971) enuncia una teoría que da origen al Producto Interior Bruto (PIB). Pero imprimiéndole un sentido negativo. Dice: “… es muy difícil deducir el bienestar de una nación a partir de su renta nacional per cápita…”, un concepto que casi treinta años más tarde, consolidaría explicando que “hay que tener en cuenta las diferencias entre cantidad y calidad del crecimiento, entre sus costos y sus beneficios y, entre el plazo corto y largo”, y agregaba: “los objetivos de más crecimiento deberían especificar de qué y para qué”.
Me meto en honduras que no me corresponden. Esta página es editada por el que, quizá, sea el mejor comunicador económico hombre de su generación (al menos, en mi humilde opinión). Pero tomo el ejemplo para demostrar que Javier Milei es, a todas luces, el presidente más chanta, superficial y vacuo de todos los que ha tenido la Argentina en su historia. Carlos Menem, prometiendo un cohete que iba a despegar en Argentina, iba a subir a la estratósfera e iba a aterrizar en Japón “en una hora”, fue Konrad Adenauer al lado de nuestro actual mandatario; y Mauricio Macri, contándole sus goles a Xi Jinping, es equiparable a… Golda Meir (sólo para profundizar el absurdo).
Y es que Milei no puede salir de su discurso de campaña, de sus imaginerías económicas absurdas, de sus delirios mesiánicos, de sus acting de panelista y cree, con mentalidad pre adolescente, que, además, es pillo. De hecho, el periodista Alfredo Zaiat advierte que el texto leído ayer es parte de una charla TEDx ofrecida en 2018 en San Nicolás.
No estuve ahí (claro, quién me invitaría al Foro de Davos) pero al decir, incluso de los que deben “cuidarlo” (la crónica de Luisa Corradini, enviada especial del diario La Nación, no tiene desperdicio), el discurso primero provocó estupor, luego sorpresa, a continuación, risas y, finalmente, en la mayoría, un profundo desagrado y rechazo. “Too much for me”, habría sintetizado un reconocido analista económico de un medio británico. Sólo los alcahuetes de turno (siempre los hay y son, precisamente, la verdadera casta) y algunos periodistas y comunicadores que aún esperan cobrar de esa pauta que no existe (pero sí existe), suscribieron la sarta de zonceras, barbaridades, agresiones, mentiras, irrelevancias y otros disparates que descerrajó él a lo largo de los poco más de 23 minutos que duró su alocución.
Probablemente uno de los momentos más fallidos (aunque establecer un ranking de desatinos en este caso es verdaderamente difícil) fue cuando, muy suelto de cuerpo, lanzó: “No hay diferencias sustantivas. Socialistas, conservadores, comunistas, fascistas, nazis, social-demócratas, centristas. Son todos iguales. Los enemigos son todos aquellos donde el Estado se adueña de los medios de producción”. En la sala contigua, Emmanuel Macron hacía referencia a la necesidad de ampliar la inversión pública dentro de la comunidad europea para profundizar su soberanía (conceptos cuasi peronistas).
Fueron 18 páginas de alucinaciones y agravios gratuitos, enredado en el mar de los sargazos de su peor repertorio: habló de un “feminismo radical” (claro, él a su hermana la llama El Jefe); denostó a los organismos e instituciones dedicadas a las cuestiones de género; arremetió contra el ambientalismo (mientras otros mandatarios presentes hablaban profundizar las “políticas verdes”) y contradijo todo el manual de construcción política y económica del planeta de los últimos 200 años. Justo en el momento en el que otro argentino, el Papa Francisco, hacía llegar al foro una misiva que rezaba: “Es esencial que los Estados y las empresas se unan para promover una solución ética con visión de futuro… dando prioridad a los pobres, los necesitados y aquellos en situaciones más vulnerables”.
Como cualquier mediocre cómico de la legua, el presidente de Argentina guardó para el final su acto de mayor servilismo. “Empresarios no se dejen amedrentar por la casta política. Son ustedes los héroes. Que nadie les diga que su misión es inmoral. No cedan al avance del Estado. No es la solución. El Estado es la causa. ¡Y viva la libertad, carajo!”, dijo, en uno de sus acostumbrados actos de exaltación, mientras los módicos aplausos de un público que no llenaba la mitad de la sala, lo despedían sin pena ni gloria.
Naturalmente, a la vuelta de ese cierre, se hacía selfies con el presidente de la Argentina Kristalina Georgieva, que presiente en Milei al hombre que puede poner en práctica los mayores dislates que se le puedan ocurrir al FMI. Luego, David Cameron (canciller británico al que alguna vez los libertarios confundieron con James Cameron, el cineasta) se reunía con el mandatario relamiéndose por la posibilidad de, finalmente, obtener la “propiedad” de la Islas Malvinas para Inglaterra… llave en mano.
Hubo también algunos empresarios con gigantescas billeteras que lo palmearon con la idea de comprar, a precio vil, alguna porción de nuestra Patria y… nada más. Nada de nada más. Apenas la vergüenza ajena de dirigentes y analistas políticos que, seguramente, nunca imaginaron tener que vivir semejante ignominia internacional. Y el terror de que, ese personaje, presida la Argentina.
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