Por Eduardo Sartelli*
La mitología griega es pródiga en personajes notables, sobre todo por los caprichos inverosímiles a los que someten a otros, o por los castigos no menos inverosímiles de los que son víctimas. Uno de los más extraños es Procusto, un bandido muy particular, con la costumbre de acomodar a sus malhadados contrincantes a una cama que resultaba ser la medida justa de todas las cosas, porque si el fulano excedía el largo del lecho, nuestro personaje procedía a recortar el sobrante. ¿Y si, oh fortuna, el incauto tenía la suerte de ser más corto? Procusto lo estiraba hasta que daba la talla. Procusto tenía la manía del ajuste.
La historia de Sísifo es de otro tipo. Rey que no cumplía con lo que se esperaba de un monarca, sobre todo en relación a los dioses, fue castigado al modo griego: un sufrimiento tan absurdo como eterno. En su caso, debía subir una roca hasta la cima de una montaña, solo para verla despeñarse y tener que repetir el ciclo infinitamente. “Trabajo” de Sísifo: un esfuerzo inútil y sin sentido.
Ambas historias pueden utilizarse para ilustrar las dos políticas económicas que han dominado la Argentina en las últimas seis o siete décadas. Es obvio, por la descripción, que el liberalismo encarna perfectamente el delirio procustiano. De hecho, podríamos definir los padecimientos de la sociedad nacional como el resultado del intento sistemático de “procustizar” la estructura económica para hacerla encajar en un molde en el que no entra. Es fácil entrever, detrás del pobre Sísifo, al peronismo, empeñado en reconstruir una estructura industrial que crece hasta chocar con el límite del mercado interno, solo para desplomarse una vez alcanzado ese nivel. No hay que decir que, desde entonces, el debate económico tiende a girar en torno a este dilema.
En efecto, desde la mitad del siglo pasado, es decir, desde el momento en que se revierten las condiciones inauguradas por la crisis del 30, la disputa acerca de la economía argentina, que puede sintetizarse en la oposición entre dos figuras hoy desconocidas por el gran público, Federico Pinedo y Alejandro Bunge, da vueltas alrededor del camino a tomar: o bien, damos marcha atrás, o saltamos contra el techo. Pinedo (el abuelo del presidente más efímero) sostenía que debían desarmarse las medidas tomadas para superar la crisis, que habían llevado a un Estado muy interventor y a trabas al intercambio con el exterior. Pinedo, pese a su origen socialista, era un liberal muy convencido de las virtudes del mercado libre. Bunge, por el contrario, creía imposible dar marcha atrás la rueda de la historia y desarmar esa “nueva Argentina”, tal el título de su publicación más famosa, que había nacido, sin querer, de las condiciones peculiares de la década infame.
Desde la caída de esa experiencia “bungiana” del primer peronismo, el liberalismo lleva adelante una batalla sistemática por la procustización de la economía argentina. ¿Cuál es la “cama” que resulta patrón? La competitividad espontánea de la Argentina, concentrada en la producción primaria: nuestro país puede producir, con ventajas, productos primarios, conformarse con eso. Hasta los años ’80, también del siglo pasado, la respuesta era obvia: para un país del tamaño de la Argentina, volver al modelo “agroexportador” supone dejar en la calle a una masa gigantesca de la población. En un artículo célebre, en pleno Proceso Militar, Aldo Ferrer calculaba que, al país, que entonces contaba con 25 millones de habitantes, le sobraban, por lo menos, 15. La razón por la cual la procustización no podía avanzar fue sintetizada gráficamente por Adolfo Canitrot: el problema es que la clase obrera se defiende como gato panza arriba. O como diría hoy un miembro del equipo de Martínez de Hoz, Ricardo Arriazu: el nudo de la cuestión es que el efecto destructivo de la procustización va más rápido que cualquier intento “sisifiano” de recomposición. Entonces, la idea de dar marcha atrás y desindustrializar al país era y es un generador serial de descomposición, crisis y revuelta social. El último episodio de esta zaga lo vimos en el 2001. Procusto, para tener éxito, debe poder cauterizar rápidamente las heridas si quiere evitar el fallecimiento de la víctima. Los procustianos siempre agitan el ejemplo de otros países que lo habrían logrado, como Chile, pero pasan por alto que al país trasandino más que acortarlo había que estirarlo, porque nunca tuvo ni la industria ni el tamaño del mercado interno ni el volumen de población que tiene Argentina.
Así las cosas, el intento más exitoso de recorte sangriento, la Convertibilidad, hubo de morder el polvo para dejar lugar al Sísifo patagónico. Durante una década, él y ella hicieron todo lo posible para llevar la piedra cuesta arriba, infructuosamente, como se sabe. Hoy Procusto-Milei retoman su iniciativa quirúrgica, pero con una esperanza renovada en la adquisición de dos nuevos cauterizadores: Vaca Muerta y minería. Eso, sin embargo, no está disponible todavía en forma relevante y complica el escenario haciendo que las herramientas con las que Procusto procede al trinchamiento, la apertura importadora y la sobrevaloración del peso, aceleren la sangría en vez de contenerla. Por eso, el plan tiene que ser rescatado desde el exterior cada seis meses.
En efecto, estamos viendo hoy lo contrario de lo que supone Milei: el ahorro que los consumidores argentinos hacen al comprar importados, no va a parar al consumo de producción local, lo que provocaría una expansión del empleo que contrarrestaría el efecto destructivo del “ajuste”, sino a más compra de importados y viajes al exterior. La apertura y el retraso cambiario destruyen la economía local y estimulan a la economía china. Por eso vemos, simultáneamente, aumento del consumo y de las importaciones, junto con cierre de empresas y despido de trabajadores, como acaba de ilustrar el caso Mendelez, una multinacional en una rama de la economía que goza de ventajas “naturales”, la producción de alimentos.
Supongamos que llegan en auxilio del carnicero los coagulantes mencionados y la Argentina pasa a ser un “modelo agro-minero-exportador”. Nos encontraríamos con la imagen no muy agradable de una sociedad caminando sobre sus muñones. La Argentina no es Chile ni Australia. Tiene entre el doble y el triple de población que esos países. No hay forma que Rappi, Glovo o Uber empleen a todos los sobrantes y que dejen de ofrecer miseria a sus empleados a cambio de jornadas extremas.
¿Vuelve Sísifo? Quizás. Ya sabemos cómo termina su historia. La Argentina necesita otra cosa, necesita su Prometeo. Alguien que, aún a costa de castigos “a la griega”, como que lo encadenen a una roca mientras un águila le picotea el hígado, robe el fuego a los dioses y se lo entregue a los hombres. Léase por “fuego”, tecnología y desarrollo, por “dioses” a los empresarios y por “hombres”, a los trabajadores de este país.
*Por Eduardo Sartelli (director del CEICS y miembro de Vía Socialista).-
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