11 de diciembre de 2024

Postales desde el miedo

Foto de Carlos Brigo.

Foto de Carlos Brigo.

“A veces uno se horroriza
 de descubrirse a sí mismo en otro.”
Julien Green

No quiero escribir este panorama como lo hago siempre. Sé que un “no” es la peor manera de abrir un texto, pero me agota repetir. Me niego a plasmar, semana tras semana, los datos de esa fotografía móvil de la destrucción del país narrada sobre la compra-venta de voluntades y la muerte de personas. Me resisto a reiterar los números falaces de una estabilidad dibujada: “Las estadísticas son como un bikini. Lo que revelan es sugerente, pero lo que ocultan es vital”, dijo alguna vez Aaron Levenstein, una de las eminencias de la administración de empresas a quien Javier Milei cita cada tanto. Estoy harto de ayudar a naturalizar las internas estériles de una dirigencia política fláccida y falta de ideas. Me avergüenza contarle al pueblo su hambre y su dolor en lugar de darle comida y trabajo.

No voy a hacer un panorama político clásico, zurciendo datos a realidades, números a imágenes, hechos a nombres. No quiero. No puedo. Y creo, además, que no sirve. En un mundo que insiste en dividirse entre buenos y malos, en donde la verdad ha pasado a ser apenas una percepción personal, el análisis de coyuntura o el de prospectiva surten el mismo efecto que un placebo ante una enfermedad terminal mientras el show, el efecto, el suceso, cambian vidas. Tanto que el gobierno, el peor desde el regreso de la democracia y, probablemente, de toda nuestra historia, esa administración cuasi delictiva que ha llevado a nuestro país a niveles inéditos de pobreza e indigencia, mantiene aún altísimos porcentajes de apoyo entre los propios castigados por sus políticas.

Voy, entonces, a contar historias que se cuentan por sí mismas. Y que cuentan el ahora. Que muestran de manera íntima y carnal esa realidad que otros comunicadores, con mayor o menor tino y compromisos, explican en sus sesudas notas llenas de indicadores y gráficos de barras. Voy a hablar de hombres y mujeres -a veces con nombre y apellido, a veces sin, pero identificables-; de retazos de esta Argentina abochornada; de las cosas que pasan y nos pasan y que, muchas veces, pareciera que no nos damos cuenta. Un panorama de gentes como vos, que me estás leyendo, y como yo: los que transpiramos, y lloramos, y nos astillamos el alma ante los pibitos en situación de calle mientras una vecina, que pasea su perrito, los denuncia con el policía de la esquina porque duermen en el cajero. A eso vamos.

«No creo más en nadie»

Se me murió un amigo. Me lo apropio porque se me murió a mí, que tanto lo necesitaba. Como seguramente lo necesitaban otros porque el Bochi Metón siempre fue un tipo necesario. Pero se me murió. Un rato antes (¿cómo medir los días que van entre la última vez que hablaste con alguien y el momento en que se muere?) habíamos charlado por teléfono. Sana costumbre eso de hablar. Nada de “mensajearse”: hablar. La voz, con sus sonoridades, sus tonos, sus silencios, dice cosas que el mensaje de texto no reproduce. Me había llamado para comentar algo sobre un artículo. La política, que nos había unido aun cuando no estábamos en el mismo bando, era nuestro tema preferido.

Ahora coincidíamos. Me lo marcó. Me agradeció algún concepto y alguna idea. Nos despedimos prometiéndonos un café porque, es de peronista mirarse a los ojos y abrazarse en el encuentro y en la despedida. Antes de colgar me aclaró: Estoy muy desilusionado, Carlitos. No creo más en nadie”.

Él, el Bochi, que vivió, respiró, sudó, masticó y parió militancia, estaba como hastiado. Ese tipo que había dedicado su tiempo y su sangre a los demás, ya no creía. El mismo compañero que, perseguido, había tenido que exilarse en los años de plomo, con su mujer, un hijo recién nacido, y el compromiso intacto. Un laburante social que, lejos de la patria, había organizado los campos de refugiados nicaragüenses y salvadoreños en Costa Rica. Y luego había sido convocado por Naciones Unidas para trabajar con haitianos.

Cuando pudo volver, siguió remando del lado de los más pobres, los desplazados, los desesperados. Al frente del Programa Arraigo. Conteniendo, con terrenos y un sistema de auto-construcción, a los sin techo. Pero también amuchando a un grupo de jóvenes que recién empezaban y que estaban mamando las primeras gotas del sudor de la política a su lado (un Juan Cabandié casi adolescente, estaba entre ellos).

Ese tipo, todo acción, todo pasión, me dijo que “no creía más en nadie”. Días después lo internaron. Subió y bajó, como siempre en su vida. Peleó, como siempre en su vida. Resistió, como siempre en su vida. Pero la política, su mejor alimento, transcurría en tiempos de defección. Y entonces, bueno, no es lo mismo…

Creo que, de alguna manera, se dejó ir. Demasiado, este presente miserable y angosto. Por lo menos para tipos como él que combatieron siempre, en todos los frentes. Incluso, ya de grande, junto a Estela, su compañera, adoptando a dos hermanitos (a pesar de tener hijos ya crecidos) para darles una oportunidad, mucho amor… un futuro.

Cuento de mi amigo Bochi porque es la historia de tantos: que se quiebran, se enferman, se dan por vencidos, y al fin se van. Decisiones que se inscriben en este momento de la Argentina en donde la gran jugada es fingir demencia. Para gobernar, para durar, para cambiar el auto… “ya que no podemos cambiar el mundo, viste”. Así se mueren los mejores, los necesarios, los auténticos. El resto es cartón pintado… pero con inteligencia artificial.

«Los vivos son los fachos»

Nahuel es lo que yo llamo “un compañero”. Un joven nacional y popular, hijo y nieto de progresistas industria argentina: clase media porteña “muy politizada”, diría Mirtha, la Inmortal. Militante desde el colegio secundario, llegó a presidir durante un año el Centro de Estudiantes de su colegio por una agrupación “independiente de izquierda moderada”, léase Corea del Medio. El kirchnerismo lo deslumbró y, durante subreve estadía en UBA Sociales, coqueteó con la agrupación insignia.“De la que huí por la absoluta falta de debate y su nulo criterio nacionalista”, admite, mientras entrecierra los ojos para viajar hacia esos días.

Nahuel tiene 27 años. Nahuel tiene una novia. Nahuel tiene una carrera. Pero siente que no tiene futuro. Votó a Massa a regañadientes. Se corrió: no quiere más. El saltimbanquismo apátrida de los otros y de nosotros (en la calle y en el Congreso), un gobierno que hiere pero no gestiona y una sociedad que se resigna lo han sacado del espacio de las ganas. Decidió, sencillamente, dejar de militar. “No vale la pena poner el cuerpo ni el tiempo por nadie. Están todos muertos. Los únicos vivos son los fachos. No voto más a nadie que no me represente… qué querés que te diga”.

¿Cuántos Nahueles hay? ¿Cuántos habremos dejado en el camino en estos últimos años? ¿Cuánto tiempo llevará recuperarlos, si eso fuese posible? ¿Qué Patria queda sin los Nahueles de la vida? No tenemos derecho. La dirigencia toda no tiene derecho a cercenar sueños. Los legisladores tránsfugas y coimeros no tienen derecho a asesinar la fe. Señoras, señores desleales: han acorralado a una generación. Háganse cargo.

«Nos dejaron solos»

Foto de Carlos Brigo.
Foto de Carlos Brigo.

Con sus 70 años, su belleza intacta, su perfil combativo, Delia, peronista desde siempre -“Desde que tengo memoria, de toda la vida”-, anda enojada. Militante por los Derechos Humanos y kirchnerista de la primera hora, ha acompañado muchas marchas y protestas. Y se ha comido, también, algún empujón de esos que te da la cana con sus escudos anti motines.

Nooooooo” -dice moviendo el dedo índice en gesto de negación- «a marchas sectoriales no voy más; y a pedir que me bajen las tarifas tampoco. Pone los brazos en jarra y sigue: “Mirá, cuando vayan a exigir que se vaya Milei para dar vuelta todo, entonces que me convoquen”.

Amaga a irse. Insisto, está enojada. Porque vuelve sobre sus pasos y me encara de nuevo: “Me cansé de escuchar a los hipócritas que dicen que a los jubilados no los defiende nadie, que están solos… ¿y por qué no van ellos? ¿Por qué no aparecen por el Congreso Navarro, el Gato y todos esos periodistas supuestamente nuestros?”

La mecha ha sido encendida y Delia está de este lado.A ver, decime: ¿por qué el peronismo, a los nuestros, los dejó solos?  La patria no se vende, pero ¿qué es la patria? Siempre creí que la patria era la gente, mi pueblo. Ahora no sé”. Hay bronca en esta mujer que se ha cansado de marchar por los derechos de otros, y de militar un país donde entren todos.

Y también hay dolor. A diferencia de muchos dirigentes que se duelen de ellos mismos, Delia sufre por los demás. Por la impotencia, por el abandono y porque, probablemente piense que ya no va a tener tiempo de cambiar nada. “Nos dejaron solos, che… ¡Chau!”, da media vuelta y, mientras se va, me hace un gesto con la mano que puede significar muchas cosas… todas con rabia.

No hay remedio(s)

Dicen que comunican bien. De ser así, son doblemente canallas. Y perversos. Y crueles. Eso: un gobierno de crueles en una sociedad cruel que los eligió. Digo esto para explicar a Alberto, 69 años, dos hijas grandes y dos pibes menores de edad.

Jubilado con la mínima luego de descubrir la ausencia de unos 20 años de aportes evadidos por su patronal (un clásico en esta Argentina de empresarios tramposos y laburantes confiados), este hombre simple, sin instrucción, del norte de la provincia de Buenos Aires, fue claramente confundido por la información oficial y la comunicación oficiosa.

Alberto es hipertenso. Toma, desde hace varios años, la medicación correspondiente. En los últimos días, después de los cambios introducidos en el sistema de entrega de remedios a los jubilados, interpretó que ya no le correspondían hasta que hiciera unas cosas en Internet, cosas que no sé hacer.  Y en la farmacia (por desinterés o por alguna razón más oscura, vaya uno a saber), sencillamente le cobraron. Sin mirar nada, sin aclarar nada, aunque presentara la receta del médico de PAMI le cobraron. Si el viejo no sabe, la joven que lo atiende tampoco está para explicarle, ¡che!

Y es que Alberto, muchas veces, para las distintas necesidades de familia, contaba con la ayuda de su hija, con la económica y con la de manejar la internet infernal. Pero ella hace poco se quedó sin trabajo (home office para una pyme extranjera) y está focalizada en conseguir otro. El hombre, entonces, sintió “vergüenza” de pedirle dos cosas que no tenía: su socorro para esos trámites engorrosos y plata para prestarle.

Decidió lo más sencillo: “saltearse un mes” los remedios.  Hace una semana Alberto fue internado de urgencia con diagnóstico de pre infarto por falla renal. Durante la internación se le detectó una cardiopatía grave, que amerita cirugía…..  Ahora la batalla es contra la burocracia de PAMI: “Buscá a uno de los jefes y si lo encontrás te quejás, por ahí deben andar”, le dijo una empleada maltratadora de ancianos (un oxímoron de la administración del Estado), a esa hija que ahora, en lugar de nuevo empleo, busca un turno… para que su padre no se muera.

Hambre sin pan duro

Geselino por nacimiento y convicción, referente barrial, trabajador en continuado, peleador pertinaz, hombre de Estado: Mariano Galeano patea todos los días las calles más humildes de la Villa. Por eso las conoce. Y conoce las problemáticas que las habitan. En los últimos tiempos, sobre todo, el hambre.

Como presidente de la Sociedad de Fomento del Barrio Industrial desde 2017, Mariano ha visto todo. Bah; casi todo porque admite que la hambruna en las barriadas más pobres ha crecido en forma exponencial. “Mucho más que durante la pandemia, cuando la pasábamos mal… pero no tanto como ahora”, explica mientras reconoce que, si no fuese por la escuela pública -que volvió a convertirse en ámbito nutricio, además de educativo, ya que allí se resolvían al menos dos comidas diarias-, el invierno hubiese sido devastador.

La escuela y las mujeres, que juntaron ánimo y cacerolas para resolver el día a día de los que no tenían una comida caliente. Encima, cocinada con garrafas a las que accedían sacrificando la posibilidad de usar transporte público”, concluye. La ecuación era simple, o caminaban para poder cocinar, o no daba de comer. Y es que, durante uno de los inviernos más fríos de los últimos años, el plan económico de Milei azotó brutalmente los salarios y jubilaciones, mientras permitía que la ambición de productores y comerciantes diese rienda suelta a los precios de bienes y servicios.

Así y todo hubo que cerrar comedores. Reconvertirlos en merenderos, como el que maneja una compañera de nombre Romina, en Mar Azul. Pasa que las donaciones son cada vez más escasas, y el precio de la carne y las verduras es inalcanzable. Con lo que se consigue de leche, té, yerba y harina, por ahí alcanza para hacer unos panes; tortas fritas… o un bizcochuelo, si la suerte acompaña y alguien pone los huevos”, lo dice tanto literal como metafóricamente hablando.

Hay una luz de esperanza: el verano, con sus oleadas de turistas que, él cree, serán esta vez más pequeñas. Pero, al menos, habrá changas: césped para cortar, autos que cuidar, reparaciones simples, pintura de casas… todo precarizado, pero mejor que nada. Para parar la olla diaria y, si el dios del mar y el del estío los ayudan, para que las pibitas y los nenes de las barriadas sigan comiendo aunque las escuelas estén cerradas: por lo menos una vez por día.

Desde la angustia

Hay muchas más historias. Historias mínimas como esta, robada de la calle, en la zona de Plaza de los Dos Congresos: un muchacho, en evidente situación de calle, charlado con una señorita en tren de conquista, le cuenta que, a partir de esa noche, va a tener trabajo “en blanco”, como sereno. Le explica que “está bueno” y que le da pena por sus compañeros, porque él va a dormir “bajo techo y los otros no”. De repente (yo caminaba unos pasos atrás) golpea fuerte las palmas de sus manos, un especie de aplauso estridente, y dice Mirá… Mirá como guardan los celulares… la gente me mira, ve que hago un gesto raro, escucha un ruido y piensa que los voy a afanar”. Verdad de puño. Mejor que cualquier sociólogo, un joven desangelado acaba de darme un curso gratis sobre la estigmatización que habita CABA

Historias de supervivencia como la de dos criaturas que “rapean” en el subte, con una máquina de ritmo y una tristeza infinita en sus ojos. Le cantan “a los políticos y a los millonarios” pero, sobre todo al Presidente al que le enrostran, en el cierre de sus versos: la gente tiene hambre, la gente tiene frío, la gente necesita que le den un respiro. Apagan la máquina, estallan los aplausos. Salen algunos billetes de los bolsillos, los pocos que se pueden en tiempos de malaria. Quiero preguntarles. Me esquivan. Uno, al fin, me responde: Disculpe don, tenemos que ir al vagón siguiente, y se van, seguramente poco dispuestos a ese interrogatorio que deben hacer tantos y que no trae soluciones verdaderas.

Historias de desesperación como la del jubilado cordobés que se roció con nafta en un local del PAMI y amenazó con prenderse fuego si no le daban los remedios que necesitaba. Eso mientras Santiago Caputo insiste, en cada reunión de Gabinete (de las que participa de “poronga” que es, nomás), con la idea de cerrar el Instituto Nacional de Servicios Sociales para Jubilados y Pensionados. “¿A quién se le ocurre crear una obra social de cobertura médica para el sector que más utiliza esos servicios?”, pregunta con el cinismo de un Ceo de prepaga y la visión política de una almeja.

Argentina rota

Historias. Zozobras. Desesperanza. La Argentina de Milei es un rompecabezas de seres rotos, que se enferman de impotencia, que se mueren de dolor. Mujeres y hombres que apenas si pueden ver a un gobierno que les quita medicamentos a los jubilados para “ahorrar 250 millones de pesos” -explica el vocero pillo en conferencia de prensa, como si fuese un éxito de gestión– mientras un senador “peroMista” aliado a La Libertad Avanza, ese que votó la Ley Bases que le otorgó al Presidente las herramientas para hacer los recortes, intenta cruzar la frontera con Paraguay con 211.000 dólares, lo que al precio del “blue” son algo así como 220 millones de pesos. Y encima el tipo dice: “No son míos”. Casi lo mismo que dicen las “mulas” cuando intentan pasar droga y los descubren.

Historias que una dirigencia ausente -sorda de ignorancia, ciega de poder-, no registra. Desde un Macri enojadísimo porque Milei no le entrega el negocio de la Hidrovía (amado y cantado río Paraná por el que circulan desde las cosechas hasta las drogas rumbo al puerto de Montevideo) hasta el concejal lomense que, en ejercicio de la genuflexión más abyecta, acusó a San Martín, Rosas y Perón de ser cobardes por haber “abandonado” al Pueblo mientras que Cristina nunca se fue (cosa que hasta a la ex presidenta le debe haber caído gorda).

Historias que nos gritan las voces acalladas; los ojitos sin brillo de los chiquitos que duermen sus papás en la vereda; las manos callosas que se quedaron sin nada que hacer; los cuerpos vencidos de mujeres que, aún en situación de calle, tienden la cama y ordenan, lagrimeando, lo poco que les va dejando esa pobreza extrema. Pero, sobre todo, el miedo. Sí. Historias desde el miedo. No escribo un Panorama tradicional. No quiero ni puedo. Escribo las palabras de esos otros que, aunque intentemos invisibilizarlos, tiñen el panorama nuestro de cada día. Escribo sus voces. Como protesta. Como aviso. Como locura. Como gesto desesperado. Para gritar su necesidad de algo cuerdo. Para pedir solidaridad. O clemencia. O sencillamente decir: estamos aquí.

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