8 de noviembre de 2025

Paradojas del ajuste: cae la pobreza del INDEC, pero aumenta el hambre en los asalariados

Un relevamiento de la UCA revela que incluso quienes tienen trabajo sufren inseguridad alimentaria.

Un estudio de la Universidad Católica Argentina expuso un panorama inquietante: el 15% de los trabajadores asalariados atraviesa algún grado de inseguridad alimentaria. Según los investigadores, un 9,3% enfrenta carencias moderadas y un 5,9% padece una situación severa. Los resultados contradicen los indicadores del INDEC, que muestran una baja en la pobreza, pese al deterioro del poder adquisitivo y al fuerte encarecimiento del costo de vida.

Desde la óptica de la Organización Internacional del Trabajo, una alimentación adecuada es parte esencial de las condiciones de empleo digno, estrechamente vinculada con la salud, la productividad y el bienestar general.

Desigualdad y precariedad, los factores más determinantes

El informe —basado en más de 8 mil testimonios de trabajadores de distintos conglomerados urbanos como el AMBA, Gran Rosario, Córdoba, Tucumán y Mendoza— muestra que el problema se agrava en los sectores informales. Entre los asalariados registrados, el 7,4% sufre inseguridad alimentaria, mientras que entre los no asalariados —cuentapropistas, precarizados o empleadas domésticas— el índice trepa al 25,3%.

Las diferencias educativas también son contundentes. Entre quienes no terminaron el secundario y trabajan de forma informal, la inseguridad alimentaria llega al 34%. En cambio, solo afecta al 2,8% de quienes tienen título universitario y empleo registrado.

El documento advierte que “la precariedad laboral se asocia directamente con una mayor vulnerabilidad alimentaria”. Además, quienes no realizan aportes a la seguridad social presentan niveles de inseguridad mucho más altos que los trabajadores formales.

La UCA subraya que la educación es otro factor clave: a menor formación, mayor es la probabilidad de sufrir restricciones en la dieta. Y agrega que los empleados afiliados a sindicatos “tienden a tener mayor seguridad alimentaria”, lo que se vincula con mejores condiciones de empleo y acceso a derechos básicos.

La trampa estadística detrás de la “baja” de la pobreza

El contraste con las cifras del INDEC abre un interrogante sobre el método oficial. El organismo mide la pobreza y la indigencia únicamente a partir de los ingresos monetarios, sin incluir variables como salud, vivienda, educación o acceso a servicios básicos. Según su última medición, el 31,6% de la población vive bajo la línea de pobreza.

Para la indigencia se utiliza la Canasta Básica Alimentaria (CBA) y para la pobreza la Canasta Básica Total (CBT). En septiembre, una persona adulta necesitó ingresos por al menos $380.858 para no ser considerada pobre. Así, un jubilado que cobra la mínima —$390.277 con bono— no figura como pobre según el INDEC, aunque su ingreso apenas alcanza para cubrir los alimentos.

En hogares de tres personas la línea de pobreza sube a $936.911, y en los de cuatro a $1.176.852. Pero ninguno de esos cálculos contempla gastos de alquiler, un dato clave si se tiene en cuenta que, según el Censo 2022, una de cada tres familias alquila su vivienda.

La metodología, además, se mantiene basada en una canasta de consumo de 2004/05, que hoy resulta obsoleta. En cambio, la Ciudad de Buenos Aires utiliza una canasta más actualizada que pondera con mayor peso los servicios, lo que arroja un índice de pobreza superior.

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