21 de noviembre de 2024

No hay a quién culpar

Brodsky mira la nieve por la ventana, y llora sin ruido. Hace guardia de noche, en silencio, como hace ya infinitas noches. En medio del frío recuerda algunos versos, se siente solo, tiene un agujero invisible en el estómago. Le duele la lengua, la garganta, las manos. Sabe que al día siguiente tendrá que palear mierda, cortar árboles, picar piedra, pasar frío. Quiere escapar, pero no puede, quiere huir pero no puede. Brodsky tiene todas las armas para culpar a alguien, pero no lo hace. Brodsky prefiere abrirse un hoyo en la mano antes que renunciar.

Un año antes de estar preso, rodeado en la nieve y alejado, había escrito esto: “‘No, John Donne, soy tu alma’/ que a solas, afligida, me lamento en el Cielo./ Por haber dado a luz con mi propio trabajo todas esas ideas: pesan como cadenas/ (…)No soy yo la que llora,/ John Donne, son tus lamentos,/ yaces en soledad y tu vajilla duerme/ en las estanterías/ mientras la nieve vuela/ desde el oscuro cielo/”.

Era la Elegía a John Donne. Joseph Brodsky tenía veinticuatro años cuando fue enviado a Arkhangelsk, una ciudad al norte de Rusia, a cumplir una condena de dos años de trabajos forzados, después de haber sido denunciado por las autoridades, acusado de parásito social.

Varios años después, el 4 de junio de 1972 dejaría atrás mucho más que su tierra. Cruzó ríos, ciudades hasta llegar a Estados Unidos. Enseñó poesía y literatura en Nueva York. A Brodsky no solo le habían quitado su tierra, sus libros y patria, sino que también su lengua. ¿Y qué otra arma tiene un poeta? Alguien que tenía un talento abismal para moverse en la lírica rusa, alguien que fue admirado por Anna Ajmátova -también fue su maestra-, tenía que rehacerse otra vez. Para tomar dimensión de esto, es decir, de su talento, Ernesto Hernández Busto cuenta, en el prólogo de El explorador polar, una antologia poetica bilingue de Brodsky, que Lev Lósev, dijo: “Era como si se hubiera abierto una puerta a un espacio abierto que no conocíamos y del que no habíamos oído hablar. No sabíamos que la poesía rusa, la lengua rusa, la conciencia rusa, pudiera contener esos espacios”. Losev había escuchado a Joseph leer un poema llamado Colinas.

Virginia Woolf en su libro El lector común, dijo que “en todo gran escritor ruso nos parece discernir los rasgos de un santo, si es que la compasión por el sufrimiento de los demás, el amor hacia ellos o el empeño por lograr algún objetivo digno constituye la santidad. (…) Quizá tengan razón;sin duda ellos ven más allá que nosotros”. Está claro que Woolf lo escribió en clave irónica, y tiempo atrás, pero hay algo que no deja de ser verdad. Esa figura del escritor ruso, esa figura donde se nota una arraigada melancolía y tristeza. Joseph Brodsky moriría en 1996 y con él se fue gran parte del siglo veinte. Quiero decir, que por supuesto que Brodsky fue parte de esa tristeza feroz. Cuando dejó su patria, dejó también su lengua. ¿Cómo expresarse en otra lengua cuando tu lengua fue arrancada? Y no sólo pienso en la métrica, en la verticalidad de la poesía de Brodsky, sino también en su vuelo. Aún así teniendo todas las credenciales para quejarse no lo hizo. En su libro Del dolor y la razón (1995), donde él mismo se encargó de recopilar sus ensayos comentaba esto: “Intentad por todos los medios no caer en el victimismo. La parte del cuerpo más peligrosa es el dedo índice, siempre ansioso de señalar culpables. Un dedo que señala es el símbolo de la víctima, opuesto al signo de victoria y equivalente al de derrota. Por abominable que sea vuestra situación, procurad no echar las culpas a nada ni a nadie. Procurad valorar la vida no solo por sus placeres sino también por sus penalidades”. Woolf quizá lo dijo en clave irónica, pero allí hay una verdad escondida. Quién lee, sabe que es así.

La mayoría tiende a buscar culpables, hasta diría que es lo más común. Es un sentir originario de nuestro tiempo, de la modernidad. Es decir es nuestro signo. En cambio Brodsky, a mi parecer, no sentía culpa de su soledad, de la angustia. Esta este poema: “Vuelves a casa/ ¿Habrá alguien que aún/ te necesite que quiera todavía tenerte como amigo?/ Estás en casa/ has comprado vino dulce/ para beber en la cena/ y, poco a poco,/ casi desde la ventana/ vas viendo cómo eres el único culpable: el único/. Está bien. Está bien/ que no haya otro a quien culpar/ está bien/ está bien que en este mundo/ no haya nadie que se sienta obligado a amarte/ Está bien/ que nunca se te tome del brazo/ y te vean en la puerta en una tarde oscura/, está bien caminar/, solo, en este vasto mundo hacia casa/, desde la tumultuosa estación del metro/ está bien que te esculques/ mientras corres a casa/ murmurando una frase algo menos que cándida/; enterándote/ que tu alma/ es muy lenta para saber lo que ha estado pasando/”. Claramente esto es difícil. ¿Quién no buscaría un culpable?

Tenía melancolía atada al lenguaje, como si la lengua rusa hubiera sido fruto de la tragedia. Como si creyera en su dolor. Pienso por ejemplo en este poema escrito en 1961 cuando aún vivía en su tierra: “El hombre va a las ruinas una y otra vez/ él estuvo aquí ayer y anteayer/ y regresará mañana/ las ruinas lo atraen./ Él habla: Poco a poco/ poco a poco aprenderás tantas cosas, muchas/ aprenderás a elegir en el montón de escombros/ un reloj despertador y los lomos quemados de los álbumes,/ te acostumbrarás a llegar por estos lados cada día/  te acostumbrarás a saber que las ruinas existen,/ convivirás con este pensamiento/”. Pero también este escrito en 1984: “Ahora que sé tanto de mi vida,/ de las ciudades, de las prisiones/ y de las habitaciones/ donde perdía la razón, sin volverme loco./ acerca de los mares en los que me ahogaba/ y sobre aquellos/ a quienes al final no retuve entre mis brazos/”.

Ahora Brodsky mira hacia afuera, abajo la gente pasa, plástico por todos lados. Edificios. Anuncios, carteles gigantes. Ya no hay nieve como montañas, ni prados altos. Piensa en sus amigos que ya no están. Auden se fue, Stephen se fue, Ajmátova se fue. Tiene en sus manos palabras tristes, se les cae, las alza, otra vez. Está acostumbrado. No tiene miedo a la desesperación. Ya aprendió esa lengua.

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