La Salada: cuando el futuro nos alcance

Por Eduardo Sartelli*

En estos días surge con fuerza un reclamo extraño. No tanto por la esencia de lo que se exige, sino por en relación a qué. En efecto, exigir la reapertura de una fuente de trabajo clausurada cae dentro de las demandas lógicas y esperadas de una situación tal. Si hemos de creer a lo que se dice, de ese “shopping” para pobres a cielo abierto que examinamos hoy, dependen unos 8.000 empleos directos y una cantidad imposible de calcular de indirectos. Y digo “imposible de calcular” porque si debiera elegirse un símbolo del sector “informal” de la economía argentina, no habría mejor ejemplo que La Salada. La feria más grande de Sudamérica se especializa en ropa y calzado, en particular, “serie B”, es decir, copias, falsificaciones o imitaciones de las marcas más conocidas. El espacio donde los impuestos brillan por su ausencia, tiene una importancia vital, no solo para la ciudad a cuya vera yace, Ingeniero Budge, sino incluso para el partido que la incluye, Lomas de Zamora. Obviamente, quienes ofician como propietarios (Jorge Castillo, Enrique Antequera, entre otros) embolsan (tal vez convenga hablar en pasado, habida cuenta de los problemas legales de ambos por, no podía ser de otra manera, evasión impositiva, lavado de dinero y demás) suculentos ingresos diarios calculados en millones, por el alquiler de los 6.000 puestos, sí, pero también por el “parking”, el estacionamiento gigantesco que recibe a los cientos de miles de visitantes que se dispersan cotidianamente por una extensión de 20 has. La feria es en realidad tres en una: Urkupiña (de Antequera), Punta Mogotes (de Castillo) y Ocean (cooperativa). Tiene toda una historia muy conocida que mezcla orígenes bolivianos con incorporaciones de coreanos y argentinos, en un marco, muy previsible, de protección política, policial y judicial, incluyendo “negocios” non sanctos. No es necesario aburrir al lector con datos que puede encontrar en internet con solo “guglear”.

Uno de los puntos más interesantes de este asunto es su vínculo con la economía “sumergida”, en negro, en particular, con la producción de indumentaria. La industria de la confección argentina, no confundir con la textil, entró en crisis en los años ’70, viviendo una decadencia más que aguda, producto de la aparición de competidores asiáticos y de las políticas de apertura económica. Toda la década de los ’80 y, sobre todo, la de los noventa, vieron profundizarse una caída sin fin, con perspectiva a la desaparición. Paradójicamente, la ropa barata que auspiciaba el “1 a 1”, destruía la industria local, pero gestaba las condiciones para su resurgimiento. La multitudinaria desocupación que asoló la Argentina en los ’90 y que estalló en 2001, acompañada de una reducción extrema de la capacidad de compra de los obreros argentinos, estaba redefiniendo el valor de la fuerza de trabajo nacional. Emergía allí un nuevo proletariado, ya no aquel compacto, homogéneo, industrial y “en blanco”, sino uno fragmentado en el que una porción creciente, “ennegrecida”, carente de recursos jurídicos, sin defensa sindical y dispersa, crecía a costas del resto. Se iniciaba el mundo de los planes, de la precariedad laboral y de los bajos salarios. La industria de indumentaria, siempre muy marcada por la informalidad, encontró en esta población sobrante una base para recuperar buena parte del mercado perdido década atrás, a partir de la expansión vivida desde la crisis del 2001. Porque, lejos de “empoderar” a los obreros, la década kirchnerista consolidó la masa de trabajo no registrado dejada por el menemismo. Esta base, en la que se mezclan inmigrantes, en particular, bolivianos, pero más que nada argentinos pauperizados, es la que se ofrece diariamente en los talleres de confección clandestinos que cada tanto salen a la luz para mostrar sus terribles condiciones de trabajo, largas jornadas laborales y salarios miserables. Son esos mismos talleres, no la ropa importada, los que proveen a La Salada, capaces de resistir la competencia importada. Si se mira bien, entonces, el complejo productivo-comercial cuyo nudo es la feria ahora clausurada, resulta un ejemplo muy claro del destino que, quienes dirigen este país, nos tienen reservados.

Se ha dicho mucho, en estos días, acerca de la naturaleza del conflicto del que hablamos. Por ejemplo, que se trata de un ajuste de cuentas políticas entre fracciones peronistas, una de las cuales, La Cámpora, impulsaría La Dulce, la pretendida rival de La Salada, ubicada en la ultrakirchnerista La Matanza. Sin embargo, y al margen de tales verdaderas o falsas versiones de los hechos, lo importante está en otro lado: en el valor de referencia de esta experiencia. Porque lo que La Salada (y las ferias similares, como las “saladitas” o La Dulce) exponen es una vía de desarrollo posible de la Argentina, en particular, de ese nuevo país que llamamos Belindia: la contraparte hindú de la minoría belga que se erguiría sobre sus espaldas. Porque este mundo de derechos ausentes, de marginalidad, lindante con los bajos fondos de la política, del delito organizado, de condiciones de vida paupérrimas, es el camino por el que transita la realidad nacional. De a poco, comenzando desde muy arriba, las políticas que buscan, desde hace seis décadas, “latinoamericanizar” al otrora pudiente obrero argentino, van teniendo éxito y van empujando, hacia el fondo, a capas cada vez más amplias de la población. Y a medida que más y más compatriotas se juntan en esos subsuelos, este tipo de industrias, que solo pueden sobrevivir en condiciones surasiáticas, adquieren ventajas competitivas antes impensadas. A tal punto que La Salada se ha vuelto un problema mundial, por el desprecio por la “propiedad intelectual”, como por el dumping social que corporiza. No se culpe de esto solo a liberales: los peronistas no han hecho nada o casi nada por desandar este camino. No es raro: buena parte, sino casi todo el aparato político peronista del Conurbano bonaerense, vive de esta economía sumergida cuyo iceberg más conocido es hoy objeto de controversia. Para el gobierno mileísta resulta en una contradicción: es la representación vívida del mundo ideal libertario. Lástima que creada y controlada por peronistas.

A medida que la clase obrera en su conjunto desciende en la escala de ingresos, más se consolida este nueva escala de vida de los trabajadores argentinos. No obstante, los empresarios protestan y predican la “reforma laboral”, como si con lo conseguido ya, no bastara. Argumentan que sería una forma de “nivelar la cancha” contra las importaciones chinas. ¿Qué significa esto? Que lo poco que queda fuera de La Salada, el escaso 30% de trabajadores registrados, “en blanco”, pase a revistar en las mismas condiciones que la economía que gira en torno al predio de Ingeniero Budge. Una gran Salada nacional. Una República Salada. A eso vamos. Si no lo detenemos antes, no habrá derecho al pataleo cuando el destino nos alcance.

*Por Eduardo Sartelli (Vía Socialista)

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