Setenta años pasaron desde aquel mediodía del 16 de junio de 1955, cuando aviones de la Marina sobrevolaron Plaza de Mayo y lanzaron bombas sobre civiles con el objetivo explícito de matar a Juan Domingo Perón. La masacre dejó más de 300 muertos y cientos de heridos. Fue el primer gran intento del poder económico y sectores de las Fuerzas Armadas por ponerle fin a un modelo que había dado vuelta la relación de fuerzas: los trabajadores habían pasado a tener voz, derechos y protagonismo.
Hoy, sin bombas ni aviones, la lógica del disciplinamiento se reproduce por otras vías. La reciente condena judicial contra Cristina Fernández de Kirchner, que la inhabilita a ejercer cargos públicos, reabre la discusión sobre cómo operan las élites económicas cuando sienten que su poder se ve amenazado por un proyecto popular.
Cuando la política se torció a favor de los de abajo
A mediados del siglo XX, la Argentina vivió un proceso de transformación profunda. El Estado dejó de ser el garante exclusivo de los privilegios oligárquicos para convertirse en un actor central del desarrollo económico, la redistribución del ingreso y la ampliación de derechos. Bajo los gobiernos de Perón se impulsó la industrialización, se fundó el IAPI, se nacionalizaron los servicios públicos, se garantizó la gratuidad universitaria, se creó un sistema de salud unificado, se otorgó el aguinaldo y se consolidó una legislación laboral avanzada.
Todo esto generó una reacción feroz. La Sociedad Rural Argentina, la Unión Industrial, la Bolsa de Comercio y otros actores del capital tradicional, en alianza con sectores conservadores de las Fuerzas Armadas y la Iglesia, buscaron frenar este avance. El bombardeo a Plaza de Mayo fue el punto de quiebre: un acto de terrorismo de Estado contra la población civil. Un intento desesperado de voltear un modelo económico que ponía al pueblo en el centro.
La ofensiva no solo fue militar: también fue cultural y económica. Desde entonces, cada vez que el peronismo logró modificar la matriz distributiva a favor de los sectores populares, las respuestas fueron similares: proscripción, persecución o disciplinamiento.
Cristina y la nueva forma de exclusión
Los dos mandatos de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015) apuntaron a una recuperación del salario real, una mejora en la distribución del ingreso, desendeudamiento externo, reestatización del sistema previsional, asignación universal por hijo y una renovada centralidad del Estado en la economía.
Sin embargo, con el correr del tiempo, la resistencia de los sectores concentrados volvió a hacerse sentir. Los problemas del frente externo, la presión sobre la balanza de pagos, la remisión de utilidades por parte de empresas extranjeras y la creciente fuga de capitales generaron nuevas tensiones. Para el establishment económico, el kirchnerismo se había convertido en un obstáculo para sus planes. Entonces, como en el pasado, comenzó la persecución.
“El partido judicial puso un cepo al voto popular”, denunció Cristina, tras la ratificación de la Corte que la dejó fuera de competencia electoral. El fallo se inscribe en una secuencia de maniobras donde actores judiciales, mediáticos y políticos actuaron de forma coordinada para correrla del escenario.
De la metralla a los expedientes
A diferencia de 1955, esta vez no fue necesario un golpe militar. El golpe fue técnico, limpio, legalista. Pero con las mismas motivaciones de fondo: frenar un proyecto que buscó revertir la desigualdad estructural en la Argentina.
Entre aquel bombardeo que dejó cadáveres sobre el asfalto de Plaza de Mayo y esta condena que intenta sepultar políticamente a una dirigente popular, media un mismo impulso: impedir que las mayorías accedan al poder.
La historia que insiste
Los años pasan, pero la lógica de dominación se reinventa. Hoy, a 70 años del ataque más cruento contra la democracia argentina, los nombres cambian, pero las razones persisten: blindar un modelo donde el poder económico gobierne sin interferencias. Ni aviones ni tanques. Ahora alcanzan una Corte y algunos micrófonos amigos.
Pero si algo enseñó la historia del peronismo es que la proscripción nunca logró borrar el recuerdo ni desactivar el deseo de un país más justo. Lo que nació como resistencia ante la metralla hoy vuelve a expresarse frente al fallo de un tribunal. Porque el problema, una vez más, es el mismo: los sectores que no toleran que los de abajo lleguen al poder.
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