Crecí pensando siempre en irme de casa, convencido de que la felicidad era aquello que estaba adelante. Imaginaba que tener cierta edad -esta que tengo ahora- haría todo más fácil, más libre, y sobre todo, más cómodo. Ahora vivo solo, como hace años, y no tengo a nadie que me diga: hace esto, come esto, ordena esto, mira esto, te traje esto, limpia lo otro, pensé en vos. Y sin embargo, a veces, quisiera llegar al departamento y reconocer algún olor, una comida, una textura, las luces rebalsando por debajo de la puerta que da al pasillo en oscuridad.
Vallejo tiene un poema que dice “Casi toqué la parte de mi todo y me contuve con un tiro en la lengua detrás de mi palabra”, Idea Vilariño tiene otro: “Uno siempre está solo pero a veces está más solo”. Estar en soledad y conocerse estando solo, son dos cosas distintas. La soledad está por fuera del cuerpo y hasta me animo afirmar, por fuera del lenguaje. No toda lengua puede describir aquello que lo destruye. ¿Cuánto de uno mismo necesitamos conocer?
La literatura es el arte de la soledad dice Alejandro Zambra, como si fuera una frontera que debe pasarse, una obligación etnográfica. Hay una antropóloga argentina, Rosana Guber, que en su libro Etnografía, habla acerca de la importancia del trabajo de campo etnográfico en mundo donde conocer de primera mano, en términos corporales, ha sido reemplazado por otras cuestiones de la globalización. Guber cuenta algo interesante: las etnografías no solo reportan el objeto empírico de investigación -un pueblo, una cultura, una sociedad-, sino que constituyen la interpretación-descripción sobre lo que el investigador vio y escuchó. Esto quiere decir, una etnografía presenta la interpretación problematizada del autor acerca de algún aspecto de la «realidad de la acción humana», que como diría otro antropólogo, Clifford Geertz, cerrando un ojo manteniendo el otro abierto. Partir de la ignorancia para conocer. Para ser capaz de traducir genuinamente, esa práctica o noción que no forman parte del sistema cultural de la persona que investiga. Contar aquello inesperado, advertir lo imprevisible, lo que para uno, no tiene sentido.
¿Cuánto trabajo de campo se necesita para hablar de la soledad? Cuántas mañanas, tardes, y noches en soledad son necesarias para traducirla, porque a veces, ninguna de estas soledades alcanza. Nunca parece suficiente. Geertz también dice que que la etnografía es describir el sentido común, la descripción de la vida cotidiana. No sé qué tan común es la soledad, no sé cuánto sentido hay hoy, pero momentos como los de ahora, momentos invadidos del autocuidado, del individualismo, pienso en lo mucho que me cuesta autocuidarme, a veces creo, que todas estas profecías no hacen más que aumentar el miedo a la soledad. Llevarse bien consigo mismo no puede ocupar la ausencia de los otros.
Hay una frase de Roberto Juarroz que me gusta mucho, que dice «A veces me parece que estamos en el centro de la fiesta sin embargo en el centro de la fiesta no hay nadie. En el centro de la fiesta está el vacío. Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.» lo mismo me sucede a mi con la felicidad. A donde vaya, ella huye. Hasta que llega el momento en el que uno se da cuenta que hay que dejar de buscar. El centro está en otra parte. Buscar no sirve, la felicidad no está en ningún lado. Sucede. Dudo que se pueda estar en soledad y alegre, dudo que la soledad sea mucho más que una paz inquieta, una paz aterradora.
A veces pienso que no importa cuanto tiempo pueda estar solo, siempre será algo desconocido. A veces creo que no importa cuanto tiempo busque estar solo, cuando la soledad me halle, estaré a oscuras, al igual que este poema de Casas: “Era uno de esos días en que todo sale bien (…) Entonces salí al pasillo para tirar la basura y detrás de mí, por una correntada, la puerta se cerró. Quedé sin llaves y a oscuras sintiendo las voces de mis vecinos a través de sus puertas. Es transitorio, me dije; pero así también podría ser la muerte: un pasillo oscuro, una puerta cerrada con la llave adentro la basura en la mano».